Por Roxana Celeste Dib
La escena se repite cada mañana en muchas escuelas de Salta, un timbre que suena, chicos corriendo por el patio, y en la puerta del aula una maestra que pide, casi con tono de súplica
—Chicos, los celulares guardados, por favor.
Desde hace unos días, la provincia decidió prohibir el uso de teléfonos móviles en horario escolar, tanto para alumnos como para docentes. La medida busca algo tan sencillo como recuperar la atención y la presencia plena en la clase, que las miradas vuelvan a encontrarse sin la mediación de una pantalla. En el papel, la idea parece razonable, pero la realidad, como casi siempre, es mucho más compleja.
Mientras los alumnos apagan sus dispositivos, los docentes sienten que pierden una herramienta de trabajo cotidiana, ya que muchos usan su celular para marcar asistencia en las apps oficiales, recibir comunicados urgentes del Ministerio o de la dirección, cargar notas, contactar a las familias e incluso buscar rápidamente algún contenido que hayan elaborado para la clase. Quitarles el teléfono es, para algunos, como pedirle a un carpintero que trabaje sin su martillo.
Y es inevitable pensar en el contraste, porque mientras en Salta guardamos los celulares para recuperar atención, en Santa Fe llega la Seño Zoe, la primera docente de inteligencia artificial del país. Una maestra que vive en la pantalla responde en varios idiomas, está disponible las 24 horas, no hace paros ni necesita vacaciones. La noticia parece salida de un cuento futurista, pero es real, y su sola existencia abre un debate sobre qué entendemos por educar.
Los creadores de Zoe aseguran que podrá adaptar los contenidos al ritmo de cada alumno, corregir ejercicios simples, organizar cronogramas y hasta reducir la carga administrativa de los docentes. Suena tentador, una maestra que nunca se cansa, que no olvida nada, que siempre tiene la respuesta correcta.
Pero hay algo que ninguna inteligencia artificial puede hacer, no puede mirar los ojos de un niño y notar que está triste, no puede sentir orgullo cuando un alumno logra leer en voz alta por primera vez, no puede acompañar con silencio y cercanía cuando la vida de un adolescente se desordena. La educación es encuentro humano, es el acto de mirar, nombrar y esperar al otro, es un vínculo que transforma tanto al alumno como al docente.
Pienso en la sala de profesores de cualquier escuela salteña, donde entre mates y papeles, alguien comenta la noticia de la Seño Zoe y otro suspira
—Ojalá ella pudiera cargar asistencia por mí cuando no anda o no tenemos el Wi-Fi –
Esa frase, dicha entre risas, resume la paradoja que vivimos, necesitamos tecnología para resolver la burocracia escolar, pero también necesitamos apagarla para que el aula recupere lo esencial. Entre ambos extremos por un lado la prohibición total de celulares y por otro la maestra 100% digital, está la escuela real, con sus paredes que escuchan y su patio que respira. La llegada de Zoe también deja al descubierto otro riesgo, la tentación de reemplazar vínculo por eficiencia.
En un país donde las paritarias docentes son noticia cada año, la idea de una maestra que no cobra sueldo ni se enferma, puede seducir a quienes miran la educación solo como un gasto. Pero una escuela sin maestros humanos es una escuela sin comunidad, podrá ayudar a estudiantes con conocimientos, pero difícilmente forme personas con confianza, creatividad y sentido de pertenencia.
Mientras tanto, en Salta seguimos buscando el equilibrio.
Se prohíben celulares para proteger la atención, aunque muchos docentes sienten que la medida los deja a ciegas para cumplir con sus tareas pedagógicas y administrativas. Se discute sobre tecnología educativa, pero la mayoría de las aulas sigue necesitando fibrones, tizas, libros y tiempo humano. En algún lugar, entre la pantalla y la mirada, sigue latiendo la verdadera esencia de educar. Porque educar no es solo hablar, es escuchar, mirar, esperar, abrazar, celebrar. Y a ese acto simple y poderoso no hay algoritmo que lo imite.