Por Roxana Celeste Dib
Ese día no hubo fórmulas, ni consignas complejas. Solo una frase escrita en el pizarrón: “Si alguien me mirara de verdad, vería que…” Pocos segundos después, el aula cambió, el murmullo habitual se hizo silencio, los ojos bajaron hacia la hoja y entonces, sin forzar nada, sin empujar nada, los chicos comenzaron a escribir. Pero todo aquello que dijeron fue demoledor.
- “Vería que no soy feliz.”
- “Vería que hago chistes para no llorar.”
- “Vería que mi papá vive conmigo, pero hace años que no me mira a los ojos.”
- “Vería que extraño a alguien, pero nadie lo nota.”
- “Vería que no me gusta ser quien soy.”
Me quedé en silencio, un silencio de esos hondos. Porque ahí entendí, una vez más, que para muchos chicos la escuela es el único lugar donde alguien los escucha sin apuro, sin juicio, sin celular en la mano. Y me dolió, porque no debería ser así, pero lamentablemente lo es. Ahí es donde surgen miles de preguntas como: ¿Dónde están los otros adultos? ¿Dónde está ese abrazo que no se da? ¿Dónde está el tiempo para mirar, para preguntar, para notar?
Lo escribí en mi libro y lo sigo viendo en cada aula que visito, cuando me invitan a dar charlas o hacer algunas intervenciones con los chicos: los “papás estatua” existen. Están, pero no están, son presencias rígidas, son ausencias con forma de papá o mamá. Hoy estamos frente a padres y madres que no gritan, pero tampoco abrazan, que no pegan, pero tampoco contienen, que están en casa, pero no habitan el vínculo. Y cuando eso pasa, el aula se convierte en algo más, ya no es solo el lugar donde se enseña a leer o resolver ecuaciones. Se transforma en el único refugio emocional real que algunos chicos tienen. Y los docentes, en los primeros adultos que se animan a mirar de verdad.
Y ahí está el verdadero tema, no en plantearnos si la escuela debe escuchar, de hecho, la escuela ya lo hace y lo hace todos los días. Lo que debemos plantearnos es porque lo hace sin que el sistema la acompañe. Porque sabemos que contener sin recursos desgasta, escuchar sin formación duele y cuidar, cuando nadie te cuida, termina por romper.
No se trata de idealizar al docente como héroe, sino de humanizar su rol. No se puede seguir esperando que sostenga con lo único que le queda: el corazón. Porque el corazón también se agota y educar con el alma rota no es justo para nadie. La respuesta no puede seguir siendo la voluntariedad, necesitamos políticas que entiendan que educar es también un acto emocional y que ese acto merece tiempo, espacio, presupuesto y respeto.
Por supuesto que un docente no cambia el mundo, pero si cambia el mundo de alguien. Con una mirada, una escucha, una palabra a tiempo. Eso, que puede parecer poco, puede serlo todo.
Por eso, cada vez que propongo un ejercicio como este, cuando me invitan a las escuelas, lo hago con la certeza de que algo se mueve y por lo tanto me preparo para sostener lo que emerja. Porque una hoja en blanco puede contener una verdad y sabemos que una verdad dicha puede comenzar a curar. Pero lo cierto es que nadie puede sostener solo. Y esto es necesario que todos podamos comprender que no le podemos pedir a la escuela que repare lo que la sociedad sigue rompiendo todos los días. Y, sin embargo, vemos a diario que muchas veces lo hace. Entonces, claramente la pregunta no es si la escuela puede ser ese lugar. Sino si estamos dispuestos a cuidarla como ese lugar, a mirarla, a darle tiempo, y sobre todo a no dejarla sola.
Porque lo cierto es que no se puede cuidar si nadie cuida al que cuida. Y no se puede enseñar si nadie mira al que enseña. No basta con estar.