Las Curanderas 

A veces, cuando uno andaba al cuete por ahí, salía a tomar aire fresco en los atardeceres primaverales y rumbeaba para la plaza 9 de Julio… Respiraba el aroma de los azahares y se entretenía mirando regocijado la belleza de las niñas que salían a presumir a la plaza… acompañadas siempre por la tía solterona, de esas que te miraban tan feo que capaz que les dolería la cara…

En esos menesteres andaba cuando lo encontré al amigo, profesor Luis Lefort, que, sentado en un banco de la plaza frente al Consejo de Educación, sobre la calle Mitre, movía los brazos como marioneta que se le ha cortao la piola. Al entablar la charla me contó que una de las guaguas parecía estar asustada, o capaz que ojeada,… ahí nomás me acordé de doña Anselma; viejita chura, que a pesar de los años seguía aliviando los males de muchos salteños.

Sabía atender por allá llegando a Tres Cerritos, por el pasaje La Tablada…Sí, me acuerdo todavía ese aroma de aceite verde mezclado con el olorcito de algún sahumerio. P’al susto un vaso de agua debajo de la cama… y comenzaba a burbujear como la mejor soda de la sodería de los Zubelza, por ahí cerquita nomás… tres días tenía que estar el vaso, luego tirar el líquido elemento y no usarlo más… santo remedio. O de no, ponía a la criaturita acostada en la mesa y le medía las patitas, las levantaba bien verticales y con un golpecito en las plantas se emparejaban y chau, se terminaba la historia.

Si el tema era ojeadura, mal que llega cuando alguien anda pensando mucho en uno, la cinta colorada solucionaba el problema. Si de empacho se trataba,… capaz que con un té de tala estaba listo, de no… había que tirar el cuerito nomás…

Hacendosa y churita la vieja, pero había que llevarle el apunte, de no ser así a uno lo retaba como a zapatero.

Sabía tener además un montón de tarros llenos de yuyitos, pa’ aliviar cualquier mal conocido y de los otros… por ejemplo, cuando uno andaba con retorcijones o empachao, después de alguna de esas orgías gastronómicas, bueno sabía ser el té de tala, el de molle, el de poleo… bien sabia caer, además, el de ruda, eligiendo siempre las hojitas que miran al sol. También se podría recetar el té de manzanilla con sal y un poquito de aceite.

Eran como inacabables todos esos tarros. En uno, que sabía decir “leche en polvo Laponia” se encontraban hojas de chañar, pa’ curar el asma, o se daba al paciente arrope de chañar, más efectivo todavía. Y en el amplio recetario de estas facultativas alternativas podíamos encontrar cura para la pulmonía: coser una penca y partirla al medio, con un poco de unto sin sal y tenía que aplicarse caliente sobre la parte dolorida, acompañando siempre con un tecito de malva con miel, de no el remedio no surtía efecto. Mujercitas bien gauchitas las curanderas que solían encontrarse por aquellos años, y que llenaban de misterio las charlas de esas tardecitas de tertulias, en la que las comadres sabían juntarse a escuchar por la radio “El León de Francia,” radioteatro de don Elías Antar…

Gustavo A. Wierna